Tjukurpa

netbook. Libro experimental. Film. Documental. Performance. Música... cr∞er. Este proyecto es autobiográfico y biodegradable. En él, hay incluidas historias escritas, cuentos, poemas, vómitos y ficción, para qué en su desarrollo, la bio solo sirva para su propósito. Algo que explicar.

viernes, 17 de diciembre de 2010

31> Heta [*he:ta]

¿Sabes a donde lleva la senda de los elefantes?- pregunté a la guapa camarera.
Al cementerio amor. Al cementerio- contestó y siguió sirviendo copas.

     Era el año 1988. Por la madrugada, medio cabizbajo, sostenía una botella con solo un culo de ron sentado en un sillón de la habitación. El escenario era triste, pobre, cascos vacíos y la vacuidad de su ser. La noche fue lo suficiente larga para vaciarse de mierda, imaginé,  aunque solo fuera momentáneamente. Abrió los ojos con la mirada de quien ya llegó. ¿A donde? Dejó sus squizomemorias perdidas con garabatos y una caligrafía tan diminuta como el alcance del amor en él. Se levantó como pudo y sacó de la bolsa de plástico del super que compró una semana antes, premeditadamente, al llegar, el mataratas y la lejía. Sin titubeos la emprendió a tragos, como si sostuviera una empuñadura de una navaja de mano que solía usar, hasta ahora, para pelar las diarias manzanas que compraba en la frutería de abajo de nuestra casa. Poco a poco grababa en ella, con la mente y navaja en mano, la palabra ESPERANZA y tragó. Dispuso de su lugar en esa habitación de hotel de Gerona. A muchos Km. de Barcelona. Con la seguridad de la locura de que yo no pudiera oirlo o llegar a tiempo otra vez.  Tragó hasta acabar la mezcla del sistema que lo envenenó.  No creo que pudiera ni siquiera volver a encender y aspirar ni tan solo una larga bocanada de humo de la pipa que llevaba consigo siempre. Cuando nos avisaron, unos días después, y llegamos a la morgue del Hospital de Gerona, su palidez era verdusca y sus labios estaban rotos, llagados, de morderse él mismo por el dolor. Lo ví. Tan solo yo lo ví. Esa fué la última vez que ví el cuerpo de mi padre.
     Imagino sus últimos momentos. No había luces, ni túneles, ni recuerdos del pasado que ya no hubiera relegado que se cruzaran por su mente. Sentado cómodamente y mirando fijamente a través de la ventana un paisaje que no podía retenerle más que por ver el edificio de enfrente.

    La casa de enfrente es la misma cueva envuelta de civilización que ocupa toda mi puta vista. Siempre con esa poca luz y su fachada reformada de color canela para disimular el ostentoso gris con las manchas de humedad y cada esquina de ángulos imperfectos. Teniamos una parecida enfrente de donde vivíamos, al principio, los niños siempre odiaban esa casa. Y ese tipo otra vez allí con sus prismáticos. ¿Qué coño mirará ese gilipollas? Mal escondido como siempre tras unas cortinas que traslucen.
   
      Sombras en un terreno despreocupado. Adquirido bajo el mismo y decadente precio de jugárselo todo por un sueño lascivo intencionado.
      Amargado. Construido en lechos vacíos por las mañanas, con unas siempre pésimas notas de despedida. Al completo, su descenso es una interminable escalera mecánica donde ve pasar en sentido contrario, las deseadas musas con sonrisas precipitadas por un despertado alivio: No quiero verte nunca más.
     Jose observa ahora sus dedos inflamados por querer manipular otro monólogo vaginal. Otra mujer a la que ni del nombre quedará como un bello recuerdo.
     Errático inconsciente por la pobre posesión que genera el entorno de su vida. La entrepierna de por mente. Poseído por infinitas calenturas, originarias de una mierda constante y cada vez más variada. Pero no por eso con mejor olor de vida. Ya encontró su cintita de Moebius.
      Lleva años de un lado a otro. Después de un continuo torniquete chungo de una espiral matrimonial dividida, en el que la felicidad consistía en poder esquivar a tiempo su puño alocado en dirección al ojo tierno que intentaba un dialogo sin esperanza. Era una raja interminable de quieto corazón y no mientes mi nombre con falso amor, para ser solo tu excusa pirómana de complejos y falta de humanidad.
      Perdido por vocación. Solo por condición. Pasa las horas con los prismáticos de su abuelo mirando a su deseada, pero lejana vecina.
      Se la imagina desnuda en una montaña rusa. Ese palco rodante desde donde va viendo caminar la vida por debajo, con arrogancia, con su paso voluptuoso, con su gracia divina por la que lloran las musas no amadas.
      La ha observado muchas veces. Tanto en su casa, cuando las cortinas dejan penetrar su fálica mirada, como a escondidas y a dos ruedas de una destartalada Lambretta tras un taxi en eterno compromiso con los semáforos de Barcelona.
      Sabe que todos ellos la adoran en su pedestal infranqueable recubierto de llagas masculinas por no saber por donde pisan. Esos cambios de menosprecio adornan una mueca mal disimulada en las portadas de revista de moda de la última temporada. Tan solo pueden babear al unísono mono mondongo de basura no apta para sus fines.
      Ahora, desde la ventana, se excita viéndola con otro amante. La punta del tacón sobre un ojo inmaculado de romance pasado de rosca. Un vino de lujo derramado por el suelo y cortinas para que os quiero.
      - Se acabó el show- piensa defraudado Jose. Y el vouyeur de saldo deja con desagrado su habitación alquilada en la pensión del gótico y baja los peldaños que separan el tercer piso de la realidad, imaginando los latigazos de permisiva ergo te absolvo con neurosis de tercer grado de la modelo intocable. Allanando su pastel con vistas al mar, que convertirá en feudal monopolio de "mira pero no toques" con arrugas de tercera edad y un rizado pateo de rigor a su falta de llamadas.

      Camina sin dirección fija. Atravesando un gentío agolpado frente a un bar en el que nunca perdería su valioso tiempo. Ni para tomarse un rápido chupito. Se deshace de la gente no sin ver antes, a través de su ya cansada mirada, dos o tres culos a los que podría hacerles un favor. Caminando de espaldas, intentando esclarecer cual de ellas es la más portentosa, choca con alguien bruscamente y cae, dándose de bruces contra un suelo plagado por varios defécales restos del llamado mejor amigo del hombre.

      Pasan unos Limbo-segundos. Acto seguido y, con la negrura síquica de haber caído en la profundidad del lado oscuro, este se levanta para sin palabras, empezar a dar golpes enfrascados en humillar al causante y hacerle lamer el mismo encuentro que luce en su rostro. La sangre llega antes que el susodicho caiga redondo cuando la muchedumbre que los rodeaba, frena a Carlos de continuar con su ojo por ojo.

      Se limpia la boca de sangre mientras, sin entender nada, ve como en unos segundos (el mismo tiempo en el que se ha encontrado lleno de golpes y en el suelo) desaparece toda la gente de su alrededor.
      Como puede, Miguel intenta levantarse. Acción bastante dificultosa con el mapa de mareos que retienen sus pocas neuronas sanas y su precario estado físico. Su mente y cuerpo disparan la primera orden eficaz: agarrarse inmediatamente a la esquina más cercana y vomitar.
      No es la primera vez que le ocurre algo similar, muchas veces sale magullado sin recordar nada, así que, tocado por la incomprensión, se refugia tras unos containeres de una calle contigua mal iluminada y se prepara un chute.
      Era lo último que le quedaba y, desde que despertó hace unas largas horas, Miguel esquiva el sol por las callejuelas del barrio. Esquiva a los morillos que aparecen y desaparecen como un relámpago. Esquiva a los pitufos patrullando. Esquiva a los gatos y a las viejas. Esquiva las botellas rotas y las bolsas de basura abiertas y, rebusca por décima vez en los bolsillos desgastados de sus pantalones téjanos, alguna mísera perra.

      La limosna es el beneplácito de la decadencia- piensa, así que pasadas ya diez horas, saca a relucir su portadora de beneficios rápidos. Una navaja automática a la que bautizó con el nombre de "La Dolorosa".

      "Virgencita, atráeme al rincón desesperado los pasos descuidados del mitigador de mi escasez, y piensa que esta, te lo juro, será la última vez".

      Deja pasar varios fuertes pasos, de esos de los que tienen una meta asegurada, y espera con la ansiedad del mono ruidoso hasta oír el sonido de un quebrado murmullo de mujer con tacón grueso y largo tiempo de llegada.
      Su mano combustible se aferra a la Dolorosa y en un segundo inacabable, deja su imprenta de ahogo en el débil cuello que sigue, unido aun con el resto del cuerpo, pero a rastras del flácido miembro que lo aguanta, rompiendo el aire con un bolso de rebajas y elevando el sufrimiento postergado del ayer.

      Lucinda no sabe lo que pasa, se sacude el polvo y vuelve a caminar en dirección al supermercado. Lleva demasiadas cosas en la cabeza. Desde que llegó de Panamá no ha echo otra cosa que limpiar los desechables cubículos a los que algunos llegan a llamar hogar. Rehogados de sutilezas menospreciables a los que ella da el brillo del sentimiento, sintiéndose constantemente vapuleada por la inquisición del dinero.

     En el Día las naranjas tienen el color de haber cruzado el mismo charco que ella. Se resiste a coger con sus sendas manos el aparcado pastel de chocolate con el precio excesivo de una dieta obligada durante la larga espera de trabajo. Vegetales y, unos pocos frutos amparados por la falta de sequía de este año, son la fuente de la próxima semana de alimentación de Lucinda.
     Pagar a toca teja y marchar con un mal sabor de boca. A pesar de la poca compra, las bolsas tienen el peso de malos tratos y, sus sentimientos frustrados en un viaje sin retorno posible al origen conocido.
     Cruza la calle en un andar sin mirar y cae desprevenida en la rápida aparición de un SEAT Ibiza caducado. El cual la lleva irremediablemente al asfalto de una jungla carnicera a la que años atrás, idolatraba como paraíso existencial.
     Dos policías presenciaban la escena engullendo unos falafels de parada de cinco minutos y, sin quitarse el humus de la comisura de los labios, llegan raudos y galopantes al  accidente.

¿Oiga? ¿Me oye? Vamos a darle la vuelta con cuidado para ver como se encuentra. No se preocupe, ya hemos llamado a una ambulancia.

      Al ver esas facciones sudamericanas hiper reconocibles sin sangre, a las que hace un rato había tratado de dar vida sin resultado, dijo alguien que algo cayó sobre alguien y ese alguien quedó en algo.

¿Donde estoy? ¡Cuidado no se vaya a perder las compras!-grito Lucinda volteando los brazos

Oiga señorita Lucinda, ¿se acuerda de como ha llegado hasta aquí?- le pregunto el poli pasmado

¿Como sabe mi nombre? ¿Por qué me mira con esa cara?

El policía la ayuda a levantarse. Ella, mira alrededor sin el más mínimo rasguño y con la desvariación comprensible de atascarse en un agujero. Todo lo reduce a sus escasas y sesgadas fuerzas llevadas por el continuo vaivén de la ciudad. La suben al coche y con sirenas en alto cruzan pocas calles como quien parpadea y sabe que todo ha cambiado delante de él. Llegan a la esquina de Escudillers con el Pasaje del Reloj para presenciar por segunda vez el cuerpo tres veces apuñalado que mantiene en su mano un bolso manchado de sangre sobre los tristes adoquines. En la bombonera de al lado, aun sigue atestiguando un desvariado yonqui esposado, de no saber que la mujer ofrecería tanta resistencia. Y los restantes oficiales al cargo del incidente, aseguran tener entre manos el típico robo con homicidio premeditado de una mujer de treinta y cinco años llamada Lucinda Miraflores Serpien, de nacionalidad Panameña, tal como certifica su carné de identidad.

      Fuera.

      No hay paisaje concreto y la ciudad ha desaparecido por completo.

    

      Fuera.



      Nada.

     

      Todo.

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